Me gusta ver cómo caen los berlines sobre mi cabeza cada vez que una enorme masa de lluvia se aproxima a mi perímetro como si fuera una racha de buena suerte. Me gusta fijarme en cómo la gente pisa los charcos de la crema que despoja cada berlín dejado a la deriva. Es como si una lluvia de meteoros de pronto cayera intermitentemente sobre nuestras sombrillas. Me gusta el dialecto de los perros, ver cómo se revuelcan en el piso y cómo juegan con las pulgas. Sueñan por conseguir una cama que les cobije la cola.
Sería extraño comenzar a sentirnos de pronto animales dentro de nuestro propio circo. Puede que nunca se nos haya cruzado por la mente ponerse en el lugar de cada perro callejero que se nos cruza, al contrario, los evadimos. Así comenzaríamos a entender recién cómo se siente un perro cuando lo echan a su suerte. Sucede algo parecido con los hombres de la calle.
A veces reflexionando pienso en aquella lluvia, imagino a la gente corriendo a los paraderos bien vestidos, saltando los charcos de crema y el aceite en los zapatos. Puede que otros pies descalzos pisen papel y la crema que sobró de algún pastel que no se olvidó de aquel hombre de la calle que se las arregla por subsistir. Ojos que miran rostros, nunca horas; donde los días pierden la cuenta y al calendario no le quedan ni los números. No entiendo por qué uno se puede compadecer de un perro y no de alguien que de tanto andar por fango quedó infestado por algún parásito. Puede que independiente de su historia sin definir, no seamos capaces de ver otras realidades que están fuera de nuestras burbujas.
Los pobres piden que una racha de buena suerte los guíe hacia una moneda que les cure la borrachera, que no haya sequía en sus sombreros y que los berlines lluevan de nuevo para llenar sus bocas.
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